DESTINO


En la vida hay momentos para la filosofía y otros que no lo son, momentos idóneos para la reflexión y otros que lo son para la pasión, las decisiones sin demasiadas cavilaciones previas y la improvisación. Pues bien, aquella soleada mañana de enero era uno de esos momentos en que importa más el corazón que la razón.

Aquella soleada mañana de enero se extendía ante mí como un lienzo en blanco ante un pintor. Y estaba dispuesta a darle color, vaya si lo estaba. Me levanté de la cama. El corazón palpitaba acelerado, logrando que mis mejillas adquirieran un cierto rubor, y mis labios se curvaban en una sonrisa expectante.

Una chica de veintitantos años me devolvió una mirada traviesa desde el espejo.

Ése era, quizás, el rasgo más significativo de mi persona: Los ojos grandes y vivos, del color de la miel, que me daban una expresión siempre alegre, medio pícara. Tal vez eso fue lo que le gustó de mí, al causante de aquel asomo de taquicardia…

Pero en realidad no importa. Lo único que importa es este instante: El sol que acaricia mi piel, el perfume de las calles aún vacías, la tranquilidad con que me voy vistiendo, con la seguridad de que es el atuendo adecuado para la ocasión.

Podría parecer extraño que en estas circunstancias esté tan segura, y en realidad no sabría decir en que se basa esa convicción, pero lo cierto es que estoy nerviosa, pero no vacilante. El tiempo, como todo en esta vida, bien sabía Einstein, es relativo.

A mí, los escasos quince minutos que estuve esperando el autobús que me llevaría al lugar de la cita me parecieron eternos. Miraba el reloj cada treinta segundos exactos. No lo hacía adrede, lo prometo, mi mente creía que estaban transcurriendo horas, y el autobús no venía…

Todos los planes se estropeaban, perdía la ansiada oportunidad de estar con el ser amado, la ocasión que había estado aguardando minuto a minuto, hora tras hora, día tras día, durante tanto tiempo… Tampoco me extrañaba, pues ya había perdido esa oportunidad centenares de veces, quizá miles, en gran parte debido a mi propia cobardía… Como ve, estimado lector, deliraba.

Transcurridos quince minutos escasos, el autobús llegó. Y subí a él triunfante, como la que le ha ganado la partida al destino. Sólo unos minutos más, y llegaría a aquel viejo pub irlandés que había a la entrada de la ciudad.

Inconfundible seña para alguien de fuera. Miré sin ver avenidas y plazas, callecitas estrechas llenas de tiendas que empezaban a abrir sus puertas, ajenas a los vuelcos que, cada vez con más frecuencia, daba mi corazón, prácticamente no podía creer que aquello estuviera pasando de verdad. Había soñado tantas veces con una situación similar… Rogué a Dios que no fuera un sueño; como no estaba segura de su existencia, me encomendé también a Alá y a Zeus, y a todos los Dioses que me vinieron a la cabeza. Inconscientemente contaba las paradas que me faltaban. El trayecto se hacía eterno, pero de pronto se esfumó.

Tomé conciencia repentinamente de que mi parada era la próxima. Ya podía distinguir a lo lejos la fachada del pub, por supuesto cerrado a esas horas intempestivas. Era una diminuta mancha marrón que poco a poco fue creciendo, apareciendo ante mí la forma de una fachada revestida de madera. Cada vez más clara, cada vez más cerca… Al fin llegué.

Salté del autobús devorando con la mirada las inmediaciones. Buscaba un coche… Ahora no importa su aspecto… Lo encontré, y dentro había un chico… Quiero decir un hombre… Más o menos de mi edad.

Seguía siendo delgado, no excesivamente alto. Y sus ojos… No había cambiado nada. Seguía teniendo esa mirada verde, intensa, que me cautivó en su día. Aún en la distancia no pude evitar advertir el brillo entre inocente y juguetón que me había enamorado. Caminé con paso decidido hacia el coche, al menos al principio.

Con cada centímetro que avanzaba, mi cuerpo se volvía más y más pesado; los movimientos, torpes. Temí tropezar y caer allí en medio de puro nerviosismo. Y es que él no apartaba la vista de mí. Podría haber bajado del coche, pero no lo hizo.

Siguió mirándome fijamente hasta que estuve muy cerca. Entonces sí, salió del vehículo, y yo seguí andando… Intercambiamos dos besos a modo de saludo. Tímidos, correctos, sonrientes. Parecíamos dos adolescentes ante el primer amor. ¿Cuándo habíamos dejado de serlo? Lo miré, buscando en sus ojos la respuesta, y no hallé lo que esperaba. No había en ellos explicaciones, motivos ni excusas.

De hecho, no había más que un sentimiento que me traspasó el alma. No supe ponerle nombre, porque era más que deseo, más que amor, más que amistad.

Sentí que toda mi vida adquiría un sentido, que todo lo anterior me había conducido irremisiblemente allí, que nuestro destino era estar juntos… Volvía a delirar. Subimos al coche, y pusimos rumbo a Dios sabe dónde.

La carretera, el camino, eran cosas sin importancia, porque estábamos allí.

Charlamos de banalidades durante un rato, pero al fin venció uno de esos silencios que no son incómodos, sino tranquilos. No hablábamos porque no era necesario: cada uno absorto en sus pensamientos, los pensamientos unificados…

Pensamos que no importaba quién fuera yo, ni quién fuera él. Nuestras vidas, al margen de ese momento, eran algo que no parecía real. Daba igual de donde viniésemos y adónde fuésemos. Habíamos abandonado hacía ya rato los senderos de la razón, pero aún no entrábamos en el mundo de los sentimientos y los impulsos.

Todo lo ocurrido iba tomando forma en mi mente despacio, como si viera una película a cámara lenta. Un sinfín de sensaciones que creía enterradas en lo más recóndito de mí ser, me hizo estremecer, a medida que mis recuerdos reconstruían el puzzle de nuestra historia.

Una historia de amor truncada por el destino. Nos habíamos conocido por casualidad. Nos enamoramos porque no podía ser de otro modo y, de pronto, todo terminó tan repentinamente como había comenzado. El tiempo pasó, la vida siguió, y nuestros caminos se separaron. Nunca lo olvidé del todo ni él a mí. El mundo cambió, y no había manera lógica de explicar porqué estábamos allí. Sin embargo, estábamos. Transcurrido un tiempo llegamos al lugar donde nos dirigíamos: Un pequeño apartamento al lado del mar. ¡No importa qué mar!

Bajamos del coche y, a la vez que entrábamos en el apartamento, nos zambullimos de cabeza en el reino de los sentimientos, de los instintos, en el campo de la improvisación. Antes de que pudiéramos darnos cuenta nuestros ojos se devoraban, y nuestros cuerpos acudían presurosos al encuentro del otro. Nos abrazamos y nos besamos intensamente antes de sucumbir en una vorágine de deseo contenido durante demasiado tiempo. Ignoro cuanto tiempo transcurrió.

Creo que fue un fin de semana pero no sabría decirlo con exactitud; para mí lo mismo podrían haber sido días o un minuto, pues perdí la noción del tiempo.

Recuerdo que en la playa hacía frío, y paseábamos abrazados, pero realmente no tengo muchos más recuerdos de aquella escapada. Atesoro un sinfín de sensaciones, pero no escenas concretas. Sólo sé que engañamos al destino…

Hoy día, hay ocasiones en las que incluso dudo de que ese encuentro entre el chico de ojos verdes y yo fuera real.

Bien pudo ser un sueño cruelmente realista. Un sueño como tantos otros en el que el final aparece borroso… Sé que volvimos. En el mismo coche, por la misma carretera. Pero no lo recuerdo. Sólo tengo una vaga imagen de cuando llegamos de nuevo a la ciudad donde vivo.

A lo lejos, divisaba la mancha marrón del pub irlandés y, a medida que la imagen se hacía más nítida, deseaba que no llegáramos nunca, no despertar jamás. Sin embargo, en esa ocasión venció el destino: Él se fue y yo volví a casa, como si nada hubiera ocurrido.

Nadie sabe que esa persona y yo nos volvimos a ver, nadie sospecha que un pequeño apartamento en la playa fue testigo de un sentimiento más intenso que el deseo, que el amor, que la amistad… Un sentimiento que aún no tiene nombre.

Después de ese breve respiro, cada uno siguió con su rutina. Las tiendas abrieron sus puertas como si nada, el sol volvió a lucir con la misma intensidad de siempre; enero dio paso a febrero; febrero a la primavera… Llegó el tiempo de las reflexiones, de ignorar ciertos impulsos… En fin, en palabras del maestro Sabina: “La vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido…” Aún no sé si lo viví o lo soñé, pero como ya he dicho muchas veces, eso no importa. Lo que importa es que estuve allí, que por un momento una persona y yo dejamos de ser arrastrados por la corriente de la vida, y tomamos las riendas.

Durante esos minutos, horas o días fuimos libres. Engañamos a la fatalidad, a la fortuna… Al… destino.

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